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Teresa

Hace algunos años, cuando volví a Casa tras ser la hija pródiga, el sacerdote que me ayudó con

el mapa y el GPS para no volverme a perder me presentó a la mejor compañera que podría

haber tenido. Me dijo que tendría que hacerme amiga de ella. Reconozco que al principio me

costó mucho. Éramos distintas. Incluso me irritaba su forma de ser. La veía infantil y

caprichosa. Notaba que ella tiraba de mí pero le ponía excusas de mala amiga. No, ahora no

puedo, tengo que estudiar. He quedado. Me viene mal. Así un día tras otro.


El tiempo pasaba y no era capaz de avanzar con ella. Nunca me parecía oportuno quedar. Todo

impedimento era bueno para aplazar los encuentros hasta que, en un viaje largo en tren,

aburrida y cansada por las averías tan extrañas del ferrocarril, abrí el libro que siempre llevaba

encima por si se suscitaba la ocasión tan dilatada. Y allí mismo empezó a hablarme. Me contó

toda su vida. Me contó la historia de su alma. En ese momento comenzó todo.


Teresa entró como un torrente de gracia para cambiar mi relación con Nuestro Señor. De lo

más grande a lo más sencillo. Mientras yo trataba sin éxito de hacer muchas cosas, ella me

enseñaba que tenía que estar en lo pequeño como yo. Si yo pretendía llegar a Dios por mis

propios méritos, ella me decía que ese no era el camino. Que el abandono absoluto bastaba.

Que dormirme rezando no era malo y no tenía que quitarme la paz. Que callarme y ofrecer por

amor lo que me enojaba de los demás era necesario. Es más, había que amarlo. Porque querer

lo que mundanamente queremos es lo fácil.


Teresa es la maestra en este caminito. A ella le debo mucho. Nada menos que mi vida

espiritual y mi relación con el Señor y con la Virgen. A ella me encomiendo siempre y a ella le

ofrezco este pequeño proyecto. Por eso lleva su nombre y no el mío.


Gracias, Teresita. Cada trazo lo pongo en tus manos para que los presentes al Señor.



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